En esta época de elecciones y entre tanto parloteo es
inevitable encontrarse en cualquier
esquina al político de turno dando grandes voces, y en un elocuente discurso
hacer promesas por doquier a los incautos espectadores, que digieren con cierta
facilidad las embellecidas palabras, que suelen ser en su mayoría triquiñuelas
en las que va añadido la peste del olvido, esa misma que nos lleva a tomar las
más lamentables decisiones en materia electoral.
Esos barones y
“baronesas” electorales intentan parecer más cercanos, untarse de pueblo, cargan en sus brazos niños y niñas
que reflejen la pobreza, abrazan viejitas y suelen andar con una sonrisa de
oreja a oreja en un inclemente sol que hace sudar a chorros.
Saludan en un mar de abrazos y apretones de manos, realmente
parecen felices en este vaivén de elogios, aplausos y salutaciones. Se paran
frente al micrófono y hacen gestos, alzan la voz, reniegan de la corrupción, de
la miseria, describen problemas que hasta el más experto analista termina
preocupado con semejante panorama, y los espectadores descubren que padecían de
verdaderas pestes y ni cuentan se habían dado.
Se presentan a sí mismos como la única y verdadera solución
para estos problemas, se inflan en orgullo, se llenan de virtudes, se ensalzan,
cambian de tonalidad, y vuelven a describir su hoja de vida, sus maravillosas proezas en el
ámbito social y político del país, son la última maravilla de esta y cualquier
nación, habida y por haber.
Pero los incautos espectadores aplauden sin cesar, al
terminar tan “buen” discurso. Y al parecer el paladín ha conquistado al público
con su “valentía”, es un héroe de la patria, todos ovacionan de pie, lo quieren
abrazar nuevamente, él, alza los brazos en señal de victoria, se escuchan los
gritos y por algún discreto camino sale de la tarima, se dirige a su automóvil
último modelo, y desaparece en medio de la polvareda que levanta, los incautos
siguen aplaudiendo por alguna extraña razón, mientras un locutor desde la
tarima pide más ovaciones, a su majestad, el político de turno.
Es la historia que se repite cada cuatro años, los incautos,
siguen aplaudiendo a los mismos que se olvidaron de sus problemas, que
desangraron las arcas públicas, a los que tienen decenas de acusaciones por
corrupción, a los que no volvieron a aparecer durante ese cuatrienio, se
convirtieron en fantasmas, a los que se robaron de manera descarada los
recursos de alimentación escolar, a los
que para mostrar algo expusieron los proyectos más inútiles del país. Ellos no
ríen de felicidad durante sus recorridos de campaña, ellos se burlan de
nosotros, de nuestra ignorancia, de nuestro olvido, de nuestra poca capacidad
para recordar todas sus faltas, todas sus cínicas promesas que no cumplieron.
Sin duda la mejor ventaja de los políticos sobre los
espectadores incautos, es que somos de esta tierra, la tierra del olvido, donde
una bolsa de cemento, cincuenta mil pesos o un empleo, nos conlleva a elegir y
elegir mal. Somos incapaces de tener una mirada crítica sobre el político que
esta frente a nosotros, sino que nos dejamos seducir, ante la implacable
zalamería, ante el chantaje siniestro, que sino los elegimos a “él” o a “ellos”
esta patria terminará por desmoronarse. Y así digerimos el “cuento” y por
cuatro años más les permitimos sentarse en nuestra representación en el
congreso, y todos los días hacen algo peor, pero como somos buenos para
olvidar, simplemente se sientan a esperar que el tiempo actué y nuevamente
recorren cada rincón de esta nación con su sonrisa burlona, disfrazada de
felicidad, adhiriendo a los incautos a sus filas.
Por: Duvan Suárez B.
@DuvanSuarezb